Terminé
de tomar aquella taza de café, disfrutando hasta el último sorbo de su aroma,
textura y sabor. Dejé mi taza sobre la barra y me despedí –Au revoir Antoine- dándole
la mano a aquel camarero que conocí hacía veinte minutos. Al salir de la
cafetería sentí el fresco de la tarde; empezaba el otoño y yo caminaba lento por
una de esas callecitas entrañables del Viejo Quebec; había llovido unas horas
antes y los adoquines del suelo, aún húmedo, refractaban un brillo tenue con reflejos
azulados y ocres…Unos cuantos metros más allá me detuve ante un artista
callejero, era un hombre de unos 50 años, barba larga y semicana, su mirada era
profunda, llevaba un frac negro, la cara pintada de blanco y sombrero de copa. Éramos
pocos los transeúntes que atentamente contemplamos a ese mimo que hizo una
representación de la Creación, por momentos hacía de Dios, por momentos hacía
de las distintas criaturas. De pronto tomó unos palos, como el de las escobas,
y a cada uno le puso una base plana y fue parando cada palo en distintas partes
del suelo. Cada uno de ellos tenía carteles con distintos nombres: la luna, las
plantas, el hombre, las montañas, los insectos, los mares, Dios, la tierra,
etc. Y, finalmente, sacó un ovillo de lana y empezó a hacer líneas de lana
entre palo y palo hasta que al final logró que todos y cada uno de esos
elementos estuvieran unidos.
Entones,
el reducido público, aplaudimos entendiendo que la brillante actuación de ese
artífice de los gestos tenía un claro mensaje: TODO ESTÁ UNIDO. En la vida, en
la naturaleza todo está entrelazado, allí radica la belleza de la creación, en
esa interrelación.
Sabemos
que la palabra “cosmética” viene de “cosmos”. Es decir que en el cosmos existe
un orden, un equilibrio…una belleza. Es
por eso que lo que hagamos puede ayudar a mantener ese equilibrio, esa belleza
o, por el contrario, puede romper ése balance, esa estética.
Las
personas encontramos nuestros equilibrios personales si nos RELACIONAMOS bien
con los otros, con la naturaleza, con nosotros mismos.
El
sistema liberal de mercado atenta directamente contra este equilibrio, por
varias razones: fomenta el individualismo y la competencia egoísta, enfermando
las relaciones sanas entre las personas. La avaricia de las megaempresas ha
creado una maquinaria mediática que nos va convenciendo engañosamente que el
dinero (capital) es el gran motor de la vida y que la “felicidad” se mide por
lo que tienes, por lo que consigues tú, sin importar los otros. Poco a poco nos
están convenciendo que eso de pensar en los otros es sinónimo de debilidad, que
para tener éxito hay que ser ambicioso, astuto. Recuerdo que hace un tiempo me
pidieron entrevistar a candidatos para un puesto de gerencia de una importante
empresa y el perfil que me pidieron buscar era el de un individuo ambicioso,
con ciertos rasgos narcisistas, que en caso de conflicto hiciera primar los
intereses de la empresa por sobre los de los trabajadores y que tuviera otras
capacidades técnicas.
En
las leyes del mercado el bien común no es un valor.
Las
crisis sociales, culturales, económicas, religiosas, individuales, todas,
absolutamente todas tienen en común el desequilibrio de esa dinámica
relacional. Sólo es posible alcanzar o recuperar el bienestar si logramos
equilibrar nuestras relaciones. Eso es la justicia: equilibrar nuestras
balanzas. Y el equilibrio, necesariamente, es con los otros, con el entorno. El
individualismo egoísta nos aleja del bienestar sostenible. Somos seres
relacionales y, por lo tanto, nuestra paz, nuestra felicidad, es alcanzable si
estamos en armonía con los otros, con la naturaleza, con nosotros mismos, con
Dios.
Un
abrazo cariñoso
José
San Martín
Kraljevac,
Croacia
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